domingo, septiembre 19, 2010

UN CUENTO PARA NICOLAS

(*) NILDA LACABE PARA MACONDO

Inclina la cara hacia la izquierda. La acomoda sobre el almohadón y espera hasta que yo esté lista en la silla. Nicolás es especial. Cuando está cerca de mí, su cuerpo y su alma me iluminan el corazón. Me gusta contarle historias al atardecer. Las caídas del sol son tan melancólicas.

Los que me conocen me dicen “vieja”. Claro, más me gustaría que me dijeran “abuela” pero no sé si corresponde. Una abuela es quien ve crecer a sus nietos, la que juega con ellos, la persona que los escucha cuando tienen una tristeza y quien les compra el regalo especial que esperan. Pero hace años que no veo a mi nieta Micaela. Cuando los papás se separaron sólo nos encontrábamos algunos miércoles. Trataba de darle muchos de los caramelos de naranja que tanto le gustaban. ¿Le seguirán gustando? Un día me abrazó llorando y me dijo que se tenía que ir con su mamá a España. Desde hace tres años que vive allá. Mi hijo la llama por teléfono cuando puede. Yo soy jubilada y tengo que conformarme con saber de ella cuando me cuentan. Pero la imagino y allí empiezo alguna historia para contarle a Nicolás:

“Había una vez una princesa llamada Micaela. Su cabello castaño estaba siempre peinado con trenzas largas. Reía sin parar. Su alegría contagiaba a toda la gente del reino y comía caramelos de naranja...”

Cuando llego a alguna parte así del relato, generalmente me trabo. Entonces Nicolás se acerca. No sé si quiere que lo acaricie más o que siga con el cuento. Hago un esfuerzo. El nudo de la garganta me molesta un poco, pero más me molesta no poder saber cómo está Micaela de alta.

Busco algo de ánimo dentro de mí y trato de seguir con la historia. Pero Nicolás se levanta, se despereza y se coloca a mi lado. Quiere la cena. El pobre a lo mejor está un poco cansado pero no se queja.

Vamos juntos a la cocina. Busco el tazón y pongo la leche a calentar. Le gusta tibia. A Micaela le encantaba que preparáramos la leche juntas. Le colocaba mucho cacao y lo revolvía hasta... ¡Hirvió! A Nicolás se le hace agua la boca mientras la pongo a enfriar, no quiere esperar. Coloco mi taza en un rincón de la mesa y la de él en su sitio. La cocina está sofocante. Para que no nos hunda el silencio pregunto:

_ “Hará calor en España, el clima debe ser mejor. No habrá tanta humedad”.

Nicolás no me mira. Está absorto en su tazón. Quizás no le interese la humedad. A mí tampoco me interesa. Sólo me preocupa porque me duelen los huesos.

De repente se me aparece la cara de mi abuela repitiendo “Mis ojos no lo verán”. Creo que así conjuraba a la muerte. En sus ochenta y cuatro años sus ojos vieron. Vio crecer a sus nietos, cuando se recibieron, se casaron y trabajaron. Llegó a conocer a sus bisnietos. Pudo palpitar el paso de cada uno. En cambio yo... miro mis manos tan vacías.

No culpo a mi hijo. Viene a verme cada tanto, cuando puede. Lo que pasa es que trabaja cada vez más para ahorrar para el pasaje...

Nicolás se acerca a mis manos extendidas y trata de ocupar el espacio. Lo acaricio. Coloco las cosas en la pileta. Mientras lavo, espera sentado a mi lado. Comienzo a tararear algo que me recuerde mi adolescencia.

Vuelvo al sillón y Nicolás se adelanta a mi paso.

_ “¡Otra historia!” _ le digo.

Nos acomodamos. Nicolás maúlla, me lame la mano, se hace un ovillo a mi lado y comenzamos a soñar de nuevo con ella.

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