sábado, agosto 06, 2011

EL PERRO FAMILIAR



Cuento de Daniel Paredes

Cuando Gorosito emprendió el regreso por la cuesta del cerro, el sol ya se insinuaba entre las tu­nas y los quimi­les. El hombre venía de El Alto y bajaba el camino de ripio hacia Calera del Sauce. Había pasado la noche en el monte, calentándose con ginebra, dejando correr el tiempo sin hacer nada. Ahora venía absorbido por ese pensa­miento que lo tenía atormentado, por esa espina que le quitaba el sueño: ¡por qué Dios le habría mandado tres hembras para criar!
Calculó que el Tucu, el monaguillo, ya estaría llegan­do. Cargó la escopeta y disparó al aire. Después se adentró en el monte y le prendió fuego a una piel de cor­dero. Si no cambiaba el viento, el Tucu percibiría el olor del humo.
Volvió al camino y esperó a que el monaguillo pasara, como todos los domingos, rumbo a la pa­rro­quia del pueblo. Un tintineo de guardabarros le anunció que la bicicleta ya bajaba la cuesta.
—¿Y qué tal la caza, don Gorosito? —dijo el Tucu, a modo de saludo.
—Bien nomás.
—Hará unos cinco minutos que he escuchado un tiro.
—Ajá, era yo. Vengo de matar al Perro.
El monaguillo bajó de la bicicleta y siguió a pie.
—Cuál perro.
—Ese que vos has contado en el boliche. De nuevo me ha elegido a mí pa hacer su daño.
—Qué animal hijoputa.
—Sí, pero ese ya no jode a más nadie. De anoche que le ando atrás y reciencito lo hallo. Le he disparado a la cabeza. Así y todo, el cuerpo ha seguido culebreando y he tenido que prenderlo fuego —Gorosito relojeó que el otro hacía que sí con la cabeza.
Siguieron un trecho en silencio. El Tucu no encontraba pa­labras de consuelo, pero estaba intri­gado:
—Y cuál ha sido esta vez, si se puede saber.
—La Juana, la del medio.
—Animal hijoputa —volvió a decir, y enseguida montó la bicicleta y siguió camino.
La cosa había salido bien. El Tucu iba directo al boli­che con el cuento. A más tardar al día siguiente, todo Calera del Sauce comentaría la desgracia:
—¿La Juana Gorosito? ¿Embarazada?
—El Tucu dice que la ha deshonrado el Familiar.
—Pobre viejo, con la mayor le había pasado lo mismo.
El Tucu era recién llegado al pueblo cuando contó la leyenda en el boliche de Sánchez. Según había dicho, el diablo hacía pactos con los dueños de los ingenios azucareros, quienes a cambio de prosperidad en los negocios entre­gaban anualmente un obrero al Familiar.
—Un perro así —decía el Tucu, levantando la mano por encima del mostrador—, y, pa desgracia del obrero, antropófago.
—¿Y eso?
—Que le gusta la carne de cristiano, don Sánchez.
Gorosito, al margen de la conversación pero no ajeno, se enteró de que el Familiar vivía en los sótanos de los ingenios, aunque el encierro no le sentaba.
—En algunos pueblos se lo ha visto andar de juerga.
—¿De juerga?
—Se mete en los caseríos y arma gran desparramo de mujeres. Vírgenes las quiere.
Gorosito había seguido el relato con gran interés. Y a los pocos días, cuando Rosa, la mayor, quedó embarazada —nadie sabía de quién—, Gorosito aprovechó la le­yenda del monaguillo para echarle la culpa al Perro Familiar. Y ninguno en el pueblo se atrevió a des­creer: la gente de Calera del Sauce sabe que esas son cosas serias.
Ahora, a la Juana, a la del me­dio, también se la habían lle­nado, y hubo que volver a echar mano del Familiar. El problema era que a la leyenda se le terminaba la cuerda. Gorosito se sintió obligado a montar ese circo; tuvo que matar al Perro y ponerlo al Tucu de testigo, para no abusar de la buena fe de los vecinos.
Qué mocosas desgraciadas. ¿Sería castigo de Dios? ¡Todas hembras nomás! Esas chinitas eran pu­tas de alma, las tres. Pero qué les podía decir, pobrecitas, si la sangre les hervía. Además, qué culpa tenían ellas de haber heredado las fiebres de la madre. El deseo les dolía en los pechos, les enros­caba los pelos, les bro­taba la piel. De lejos ya uno les sentía los olores de la urgencia, olores que maduraban de noche, desesperándose contra la almohada. Puta madre, por qué Dios le habría mandado todas hembras. No había modo de enfriarles las ganas a esas mocosas. Y para peor se llenaban a la primera vez.
Rosa, la mayor, había sido virgen hasta la “Fiesta de la Luz”: cuando en Calera del Sauce se inau­guró la luz eléctrica, la inauguraron también a la chinita, con la diferencia de que ella alumbró a los nueve meses. Para Gorosi­to fue más que una desgracia, porque su hija le parió una nieta. Otra mujer. Otra cruz.
Los recuerdos apuraron el camino. Entre los algarrobos ya se levantaba el lomo descascarado de la capilla. La misa había terminado, y la gente volvía a sus casas con un sol picante sobre la espalda. Los niños corrían y alborotaban las gallinas sueltas en la calle. Del lado de las sombras, el cura y el monaguillo cuchicheaban junto a la puerta del templo. Malas lenguas aseguraban que esa relación era demasiado íntima, muy poco eclesiástica.
Gorosito llegó a su casa pensando en sus hijas. Esas mocosas le estaban cavando la tumba.


Era casi mediodía cuando Gorosito enfiló para el boliche de Sánchez. El hijo del bolichero apilaba cajones de cer­veza junto a la puerta. Gorosito encaró la oscuridad húmeda del negocio y entró saludando. Poca gente. Alguien le estrechó la mano y se perdió en un mur­mullo. Sánchez dejó el trapo rejilla y amagó un abrazo, pero se quedó en unos golpecitos en el hombro.
Más que devolverle el saludo, parecía que le daban el pésame: era claro que el Tucu ya había despa­chado el men­saje.
En una mesa se entredormía su compadre el Piji. Gorosito pidió una picada y una botella de vino y fue a sentarse con él. El Piji charlaba como si las palabras tuvieran espinas, y los dos hablaban de cualquier cosa menos de la Juana, la del medio, la deshonrada.
—¿Y pa quién tanta cerveza, Piji?
—El viernes hay fiesta en la escuela, compadre.
—Fiesta de qué, ahora —dijo Gorosito.
—Viene el Mario Álvarez a apadrinar el colegio.
—¿El cantor..., a apadrinar? ¿Y de cuándo anda necesi­tando padrino la escuela?
—La maestra Isabel ha conseguido que el tipo venga a cantar casi de favor. Hemos organiza­do una peña y contamos con usted, compadre, pa que nos atienda la cantina.
Gorosito se puso blanco: las peñas conspiraban contra su reputación. En la anterior se la ha­bían emba­razado a la Juana, la del medio, y en la “Fiesta de la Luz” a la mayor. Y no fuera que ahora a la Carmen, la más chica... ¡No, Virgencita del Valle, a la Carmen no! Había que res­guar­darla, había que de­fenderle la integridad con uñas y dientes. Pero vigilarla y al mismo tiempo atender la cantina parecía imposible. Ni hablar de encerrarla: las cerraduras de la casa no eran firmes, y aunque lo fueran habría que soldar las ventanas. Ade­más, sus hijas siempre se las arreglaban para escaparse a la calle. Las amenazas habían fracasado con las dos más grandes, y bien se sabe que los palos sólo aumentan la rebeldía. ¿Y si intentaba una persuasión civilizada? ¿Si esta vez se atrevía a hablar con franqueza, explicarle a su hija los pe­ligros? Sí, señor. A la Carmen había que apalabrarla, y ella entendería. Esa chinita era más des­pierta que una liebre.
Algo decía el Piji acerca de esquilas y pariciones. Gorosito saltó de la silla y lo dejó ha­blando solo.

* * *

Sobre un escenario de tablas sostenidas por cajones de cerveza, Mario Álvarez, el padrino de la escuela, canta.
Calera del Sauce hormiguea de gente. En colectivos lle­garon de El Alto, de Guayam­ba, de Ba­ñado de Ovanta, de Tapso, de Frías.
Entre la multitud, Carmen Gorosito, la menor, repite el juramento que su padre le arrancó hace un par de horas: virgen hasta el altar.
Pero de a ratos le vuelve esa sen­sa­ción que la molesta desde hace unos días. Otra vez las viboritas que se le suben por las piernas. Otra vez los escalo­fríos cruzándole la espalda, y las ganas de enros­carse contra cual­quier cosa.
Carmen busca la calle. De cuando en cuando repi­te "virgen hasta el altar". Camina con miedo, deteniéndose de a trechos como una araña que cruza la cocina. La puerta del templo está entreabierta, y ella recono­ce esa señal. Sin hacer ruido le pone tranca.
El cura está de rodi­llas, la cabeza gacha, las manos entrelazadas frente al Cris­to crucificado. La Virgen del Valle los observa con piedad. Carmen da un paso, y la pisada es un disparo. La cara enfurecida del cura no alcanza para atajar tanta urgencia.
—¡Qué querés aquí, vos!
El cura habla apretando los dientes, como espantando al diablo. Carmen repasa mentalmente lo que debe decir.
—Vengo a enterrarlo en el infierno —dice, y espera que él le aclare que el lugar es sagrado.
—¿No sabés que esta Casa es sagrada, vos?
—Me voy entonces.
Ahora él debiera detenerla. No lo hace. Se tapa el rostro y apaga un sollozo.
La mujer no entiende. Sus hermanas nunca le hablaron de este llanto inoportuno.
—Decime qué andás buscando, Carmen.
—Lo mismo que mis hermanas busco.
El cura se limpia la transpiración.
—No quiero, no puedo. Con vos no puedo.
Ella insiste, y él repite siempre no quiero y no puedo. Carmen se quita un zapato con el otro, y el cura sabe que si la deja hacer está perdido. Adelanta sus manos y empieza un ruego, pero el vestido resbala piernas abajo, quizá para que no muera la leyenda. Para que en dos o tres meses Gorosito baje al infierno, a ver si logra resucitar al Perro Familiar.

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