Por Federico Gastón Waissmann Parisi
Fue una noche en el tejado,
de esas en que el invierno acalorado
convence a la primavera de arrimar el verano,
cuando un gatito sigiloso, apresurado,
avanzaba receloso por el cinc.
Sigiloso por la gente maliciosa
que tiraba de su pelo almendra, rencorosa.
Apresurado por las chapas ardientes, candorosas,
resabios de la luz del día, de las cosas
que en el recuerdo no tienen fin.
Y fue esa noche de invierno
que un joven en verdad muy viejo
se hundió en sus ojos, húmedos y añejos
pero cálidos como arena del desierto,
alegres como el estío.
A pesar de su alma de navegante,
de los objetos de sus extensos viajes,
sólo allí encontró el azul de los siete mares,
el amarillo blanquecino de desiertos lares
y el verde del misterio.
El gatito, como un bosque impenetrable,
con su merodeo poco razonable
en la admiración del joven regodeabase,
aún bajo tormentas memorables,
sin dejar de ofrecer sus ojos.
Pasados unos meses, desesperado,
logró, mirando de frente al gato
con simulada indiferencia, pero asustado
contemplar la luna redonda a su lado
que no fuese más que una excusa.
Así otros meses hicieron huella
en el girar de la tierra, de las estrellas,
sin que a su compañía presentara querellas
de amor o desamor pues secretas
y tantas eran las caricias.
De esa cola enredada entre sus dedos,
de esos dedos enredados en su manso pelo
por la lluvia de madrugada mojados y densos,
por el sol del mediodía ya secos,
comenzaron a compartir el día.
El gatito no pudo resistirse
a compartir con él sus horas grises
de sólo mirar sus labios tiesos, simples,
y oír una voz seca decirle
“¿Qué será de ese andar?”
En los jardines y patios de la casona
un suave ronronear se escucha
de día y de noche pues, conocedor de todas,
el joven acaricia las zonas
que tientan una lamida en su palma.
A pesar de su alma de navegante,
de los objetos de sus extensos viajes,
sólo allí encontró el azul de los siete mares,
el amarillo blanquecino de desiertos lares
y el verde de un paisaje.
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