Por Raúl Guerra Garrido
Por Juan ZapatoCubierto de harapos, moqueando, con los ojos dilatados por la envidia y la boca hecha agua, el niño se aproxima al escaparate en donde rebosan pasteles, cestas de Navidad y los más apetitosos manjares que imaginarse uno pueda.
Sacude los pies para que la nieve no empape sus raídas zapatillas y aplasta el rostro contra el cristal, los labios se deslizan deformes por el vidrio saboreando bocados imposibles; salmón, pavo, langosta, no le motivan como las maravillas de nata y guirlache, los turrones y la tartas, el hojaldre y la fruta escarchada, pero sobre todo, lo mejor, si le dejaran estar ahí dentro por un minuto, lo primero que comería, hasta reventar, serían las figuritas de mazapán y el chocolate relleno de avellanas. Se le nublan los ojos, mazapán y chocolate con avellanas, casi nada, no sabría qué elegir primero, quizá las figuritas, hasta reventar, y le suenan las tripas sólo de pensarlo.
La dependienta, una delicada viejecita de pelo blanco, sale y le dice con voz cálida: “Nene, no te apoyes que empañas el escaparate y la nata no parece fresca, toma” y para que no se repita su mala acción le da un fuerte palmetazo, con la espátula de servir, en la cabeza.
El niño huye restañando la herida con un sucio pañuelo. Hay mucha gente en la calle, celebran las fiestas con gritos y llevan pegatinas, banderas y pancartas. Por los derechos humanos. Pro amnistía. Mili come coco. Contra la explotación del hombre por el hombre. Violación, castración. Comer y amar, todo lo demás es fascismo. Aprovecha para pedir limosna, pide para comer y nadie le hace caso, salvo el militante veterano, comprensivo, que se agacha y le dice: “Anda, majo, no seas reaccionario y repárteme las octavillas”.
Aparece la cohorte de pretorianos, con el casco calado y el escudo en ristre, no se molestan en desenvainar las espadas, disparan desde lejos las pelotas de goma y se van. El niño recoge una, al menos tendrá con qué jugar, pero el municipal le reprende: “No seas ladronzuelo y devuelve la pelota, es propiedad del estado, yo te la daría, pero con el plan de austeridad no es posible”.
Hambre, frío y cansancio hacen presa en el niño. No puede más, se sienta en el borde de la calzada y piensa con lágrimas amargas. “¿Habrá un niño más desgraciado que yo? ¿Por qué jamás nadie me ha regalado nada? ¿Por qué los Reyes Magos tampoco? Les puedo escribir. Queridos Reyes Magos, quisiera algo y ahora mismo, lo que se os ocurra, aunque no sea de comer, un bolígrafo, un chicle, una canica, una prueba de que existo y tengo derecho a existir”. El guardacoches acudió solícito: “Te vas a quedar helado, chaval. Estorbas el aparcamiento y me chafas las propinas, así que largo o te sacudo. Y no te dejes el paquete, so lelo”.
Es un paquete grande, pesado, envuelto con papel de lujo con un lazo rosa. No lo dudó ni por un instante, los Reyes Magos habían escuchado su mensaje y aquí estaba el regalo. Lo abrió y no pudo dar crédito a sus ojos, magnífica, espléndida, fusiforme, con su punta color butano, tenía en sus manos el último modelo disuasorio de bomba A, referencia NATO 512-WE.
Una bomba tan nueva, limpia y práctica equivale en el mercado negro a una montaña de dólares.
O cincuenta hospitales de cien camas completamente dotados.
O a cien bloques de cien viviendas habitables y amuebladas.
O a diez mil tractores.
O al sueldo de cien mil maestros durante un año.
O a un millón de uniformes infantiles de fútbol con botas reglamentarias y balón ídem.
O a un kilo de chocolate con avellanas para cada uno de los cuarenta millones de niños a los que en todo el mundo se obliga a trabajar ilegalmente.
O a lo más sublime, cien figuritas de mazapán por cada…
El niño, distraído con sus cálculos, tropezó y la bomba se le cayó de las manos. Surgió una llama de un kilómetro de altura mil veces más brillante que el sol, las retinas se quemaron con el resplandor y los cielos fueron agitados por un viento huracanado. Las tuberías de gas y los depósitos subterráneos de gasolina estallan destruyendo las casas de alrededor, manzana tras manzana, fila tras fila, se desploman los edificio comerciales y de viviendas, la gente, perdiendo miembros y sentidos, marcha sobre pirámides de escombro sin posibilidad de huir, la capa de ceniza radiactiva llega hasta la rodilla, oculta abismos, sobresalen cables de acero calcinados, por el aire vuelan coches transformados en gigantescos cócteles molotov vomitando metralla y aceite en llamas, la ciudad es un mar de fuego que sigue ardiendo mientras queda algo por consumir, en pocos minutos se transforma en el rescoldo de un brasero monstruoso.
El niño se asustó un tanto con la explosión, pero lo que de veras le alarmó fue ver a la gente correr furiosa señalándole con el dedo: “Ha sido él. ¡Ha sido él! ¡Ha sido él!”. Le rodearon. Del amenazador corro se adelantó un pretoriano con el escudo de plástico derretido. “¿Has sido tú?”.
El niño, aterrorizado, trató de defenderse: “Ha sido sin querer, era mi regalo de Reyes”.
El pretoriano se indignó: “Estúpido, ¿no sabes que los Reyes son los padres?”.
Salió la viejecita de la pastelería esgrimiendo la espátula, el niño se cubrió la cabeza pero no hizo falta, los golpes cayeron sobre el casco guerrero: “El estúpido es usted, si le decimos la verdad a los niños, ¿qué ilusión les queda en la vida?”.
El niño asintió con la cabeza. Los mayores no comprenden nada y encima se enfadan por cualquier cosa. Si seguía la corriente a la afable abuela de pelo blanco a lo mejor le sacaba, a pesar de los pesares, una figurita de mazapán.
Raúl Guerra Garrido©
FUENTE : http://latorredebabel.wordpress.com
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