martes, enero 03, 2012

LA ROSA NIÑA



De RUBEN DARIO 

Cristal, oro y rosa. Alba en Palestina. 
Salen los tres reyes de adorar al rey, 
flor de infancia llena de una luz divina 
que humaniza y dora la mula y el buey. 

Baltasar medita, mirando la estrella 
que guía en la altura. Gaspar sueña en 
la visión sagrada. Melchor ve en aquella 
visión la llegada de un mágico bien. 

Las cabalgaduras sacuden los cuellos 
cubiertos de sedas y metales. Frío 
matinal refresca belfos de camellos 
húmedos de gracia, de azul y rocío. 

Las meditaciones de la barba sabia 
van acompasando los plumajes flavos, 
los ágiles trotes de potros de Arabia 
y las risas blancas de negros esclavos. 

¿De dónde vinieron a la Epifanía? 
¿De Persia? ¿De Egipto? ¿De la India? Es en vano 
cavilar. Vinieron de la luz, del Día, 
del Amor. Inútil pensar, Tertuliano. 

El fin anunciaban de un gran cautiverio 
y el advenimiento de un raro tesoro. 
Traían un símbolo de triple misterio, 
portando el incienso, la mirra y el oro. 

En las cercanías de Belén se para 
el cortejo. ¿A causa? A causa de que 
una dulce niña de belleza rara 
surge ante los magos, todo ensueño y fe. 

¡Oh, reyes! ?les dice?. Yo soy una niña 
que oyó a los vecinos pastores cantar, 
y desde la próxima florida campiña 
miró vuestro regio cortejo pasar. 

Yo sé que ha nacido Jesús Nazareno, 
que el mundo está lleno de gozo por El, 
y que es tan rosado, tan lindo y tan bueno, 
que hace al sol más sol, y a la miel más miel. 

Aún no llega el día... ¿Dónde está el establo? 
Prestadme la estrella para ir a Belén. 
No tengáis cuidado que la apague el diablo, 
con mis ojos puros la cuidaré bien. 

Los magos quedaron silenciosos. Bella 
de toda belleza, a Belén tornó 
la estrella y la niña, llevada por ella 
al establo, cuna de Jesús, entró. 

Pero cuando estuvo junto a aquel infante, 
en cuyas pupilas miró a Dios arder, 
se quedó pasmada, pálido el semblante, 
porque no tenía nada que ofrecer. 

La Madre miraba a su niño lucero, 
las dos bestias buenas daban su calor; 
sonreía el santo viejo carpintero, 
la niña estaba temblando de amor. 

Allí había oro en cajas reales, 
perfumes en frascos de hechura oriental, 
incienso en copas de finos metales, 
y quesos, y flores, y miel de panal. 

Se puso rosada, rosada, rosada... 
ante la mirada del niño Jesús. 
(Felizmente que era su madrina un hada, 
de Anatole France o el doctor Mardrús). 

¡Qué dar a ese niño, qué dar sino ella! 
¿Qué dar a ese tierno divino Señor? 
Le hubiera ofrecido la mágica estrella, 
la de Baltasar, Gaspar y Melchor... 

Mas a los influjos del hada amorosa, 
que supo el secreto de aquel corazón, 
se fue convirtiendo poco a poco en rosa, 
en rosa más bella que las de Sarón. 

La metamorfosis fue santa aquel día 
(la sombra lejana de Ovidio aplaudía), 
pues la dulce niña ofreció al Señor, 
que le agradecía y le sonreía, 
en la melodía de la Epifanía, 
su cuerpo hecho pétalos y su alma hecha olor.

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