martes, marzo 13, 2012
TEXTO III DE MI LIBRO "VENCIDOS"
Negro luto, negro noche, amarillo sol.
Monumentos móviles del caos, íconos casi absurdos de la velocidad de las horas.
Urbanas.
Me siento, abro la ventana, le indico hacia dónde voy.
Su cabeza gris y seca, la ficha delante de mis piernas que lo identifica antes de que su cabeza fuera gris y seca, el respaldo de bolitas de madera -tan necesarias- y ese escudo de Racing colgando del espejo, en lugar de una cruz, un cristo o una estampita de la virgen.
Demasiadas ruedas juntas, demasiado sol malentendido, se filtra, en el ruido de los colectivos, de las bocinas, de todas esas personas amontonadas. Miro las calles, los edificios, los autos quietos o yéndose rápido, rápido, y miro, siento el aire, la primavera en la cara, y miro. Veo entre los carteles unas nubes grandes, tan blancas y reales que parecen de artificio.
Desde acá, desde el cemento, la naturaleza es como un lujo, un horizonte que no se alcanza, otra vía posible.
Las manos que sostienen apenas el volante y mueven los cambios como máquinas y emiten señas a las otras manos de los otros volantes, son también parte de esa cabeza gris y seca que conoce, desde adentro, el alma de todo lo que vive entre el tránsito, los cortes y los bombos; las imágenes repetidas de los mismos recorridos, los grandes carteles publicitarios, uno por uno, la duración de los movimientos de la ciudad, con todas sus rutinas y variaciones, el pulso de los semáforos, las noticias susurradas desde lo bajo, los gestos de policías y ladrones y de tantos ciudadanos en el medio. Y esas manos traen al hombre y lo llevan de y a todos lados, y no puedo no compadecer, engreídamente, la monotonía de su tiempo, su soledad rara, el motor estéril bajo su cuerpo. Y todas esas horas… marcadas en el contador que no para de contar.
Y miro, lo que yo veo de cuando en cuando pero que él ve todo el tiempo, y entre todas esas imágenes, una sobresale, una figura avejentada que camina hacia adelante, apoyada en su bastón, vestida con bolsas negras de residuos. Cubierta la cabeza, la cara y el cuerpo entero, con los ojos solos al descubierto, como occidentalizando el burka ella sola, en su mundo, en su país propio, escondiéndose el cuerpo como si fuera basura. Y atraviesa el vidrio y cruza la mirada con la mía, y me estremece de asombro y tristeza un instante, y digo algo, no se qué, y él contesta que sí, que hace treinta y tres años que la ve dando vueltas, tapada desde siempre como si fuera miseria eterna.
Verde. Los coches se despegan unos de otros y el taxi avanza. Mi mente avanza. Luego todo vuelve a ser verde.
En el medio de la calle, un árbol protegido por una cerca, más anciano que todos los linyeras casi muertos, con raíces más grandes que árboles enteros.
Monumentos perpetuos, testigos de la historia.
Y otra vez rojo.
Las manos del hombre se aburren y quieren contarme. Historias que en otro momento ignoraría, pero que ahora, sin saber porqué, me interesa escuchar. Y me sumerjo en ese saber urbano, en ese humo difuso que exhala el tránsito de todos los que viven entre ruedas. Como él, que pasa diez horas al día con las manos estáticas llevándolo, con los ojos repetidos en el espejo, mientras debajo Racing parpadea movimientos de un lado a otro, simulando, en todo, a un corazón. Pero sabe que su vida es eso y mucho más, y a la vez no, no lo es, es todo una gran mentira, o no. Todo eso que vive, con los ojos, al final del día son sólo imágenes. O acaso no sólo imágenes. Y ese escudo, es simplemente un escudo, jamás será ni un corazón ni un ícono religioso, aunque sí fuera, en el fondo, tanto o más personal que la ficha amarillenta que cuelga entre mis piernas.
Me dice que no es la única, que hay otras como ella, que esa mujer fue joven un día pero que ya pasaron muchos días. No sé desde cuándo andará dando vueltas, dice, como resignado a la desgracia ajena, y cansado, del tránsito que no avanza y del cuero gastado que ya casi no resiste tanto peso. Sus costados sobresalen del asiento. Lo desbordan.
No veo su nuca que tapa el pelo gris y ralo, no veo su espalda, ni sus pies, ni siquiera su perfil. Veo la mirada doble que rebota hacia mí desde el espejo, que habla desde el fondo de su infancia y persiste en un brillo tenue, escondida para siempre entre esas líneas de vejez que modelan sus ojeras.
Resuena su voz grave, fuerte, que viene de su garganta como un ruido, hila sonidos roncos que tardo en comprender. Son palabras. Vibran entre las ventanas cerradas y entre los asientos sordos, casi como una necesidad de su cuerpo y su garganta de expulsar por ahí todo lo que en ese taxi entró alguna vez.
Me dice que hay otras como ella. Otros. Que la calle está llena de hombres que la habitan.
Solos.
Sin saber siquiera porqué.
Me habla de una mujer que también solía ver siempre. Ella se sentaba a leer todos los días en el mismo rincón de Plaza Miserere, y lo extraño, no era que se sentara a leer siempre en el mismo lugar, sino que leyera en voz alta. Sola. Siempre. Y que pasado el tiempo la mujer además de libros fuera juntando basura y llenándose de mugre, y que ella misma se fuera convirtiendo en un cúmulo de basura. Y se fue quedando y quedando y se quedó. Y se hizo vieja y empezó a hablar sola todo el tiempo y bue... no sé qué habrá pasado después con ella, si se habrá muerto o no -me dice-. Sin ninguna expresión, casi sin gestos, como si ya no le importara lo que estuviera diciendo, como si su relato saliera sólo de su boca, sin ningún esfuerzo ni compromiso.
Nada.
No entiendo su contradicción, es como si se hubiera aburrido de su propio entusiasmo. O no, no sé, quizás yo lo malentendí, quizás esos cigarrillos que ahora descubro arriba de la guantera le hayan consumido el corazón, y ya no le quede aire ni tiempo para hilar diez oraciones seguidas.
Me pregunta si me molesta que fume y si quiero uno. No, no hay problema, bueno gracias. Me presta fuego, enciendo, abro la ventana. Aspiro, confundida en mi placer, y suelto afuera, expulso de adentro mío un poco de aquello que me rodea y miro con asco, me hundo en mi contradicción como este hombre que no es coherente ni con su propio tono de voz.
Yo soy parte del humo.
Mientras el taxi avanza por una avenida que reconozco pero de la que ignoro el nombre, las cenizas de su cigarro amagan pero vuelven, indecisas, revolotean a mi lado como un huracán hecho de nada, y el escudo de Racing tirita un poco, igual que el atado de cigarrillos y la ficha amarilla, y quizás hasta los asientos estén saltando de arriba hacia abajo, todo, menos nosotros. Como si un íntimo terremoto nos sacudiera y sólo los objetos pudieran percibirlo. Como perros amorfos lejos de todo.
Empiezo a reconocer algunas casas, carteles, negocios, y entiendo. Tengo que indicarle dónde frenar, pero él, él no entiende, parece haber olvidado hacia dónde iba, y veo su mirada en el espejo que parece ausente, lejos del auto y de la calle, en un afuera más allá de todo, y yo estoy por abrir la boca al tiempo que abro la cartera para sacar un billete y pagarle, pero él se adelanta, como contestando a mi silencio, y emana otra vez el sonido ronco que son sus palabras, y me dice, en tono de despedida absurda o de redención:
-Yo era maestro sabés.
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