@ LUIS MARIA LETTIERI
Se ha muerto don pedro, el carbonero.
En estos días, gobernados por el átomo,
recuerdo sus manos curtidas
prolijando el tizne de sus lágrimas.
Cuántas noches de infancia
nos cobijaron del frío sus brasas;
toda su vida era una pala y una pila
de troncos carbonizados,
volando a los pies del caldero,
avivando la llama de los inviernos.
Se ha muerto, bruno y mudo
teñido de silencios a oscuras,
y al irse vi que relucía
su alma, refractaria a fuegos helados,
como una eucaristía recién consagrada.
Sus huesos, astillas azabaches,
cantan salmodias entre las amapolas del campo.
Se ha muerto para volverse eterno,
en cada fulgor, cada llama y cada canto.
Habitará el hogar donde moran tulipanes negros,
y nos hablará de luz, su sombra tan clara.
Su viejo caballo moro ya se adentra
en comarcas rutilantes.
Yo le digo adiós
con mis manos viejas de niño
y él me enseña sus palmas
florecidas de jacintos.
Sangre de madreperlas,
tu corazón reluce sus ébanos
y manos bruñidas de braseros.
Adiós, capitán de oscuros guijarros,
te ha de extrañar el frío
y el luto de los tueros renegridos.
adiós, querido abuelo, y adiós
a tu tiempo de fuegos vencidos.
Se ha muerto don pedro, el carbonero.
En estos días, gobernados por el átomo,
recuerdo sus manos curtidas
prolijando el tizne de sus lágrimas.
Cuántas noches de infancia
nos cobijaron del frío sus brasas;
toda su vida era una pala y una pila
de troncos carbonizados,
volando a los pies del caldero,
avivando la llama de los inviernos.
Se ha muerto, bruno y mudo
teñido de silencios a oscuras,
y al irse vi que relucía
su alma, refractaria a fuegos helados,
como una eucaristía recién consagrada.
Sus huesos, astillas azabaches,
cantan salmodias entre las amapolas del campo.
Se ha muerto para volverse eterno,
en cada fulgor, cada llama y cada canto.
Habitará el hogar donde moran tulipanes negros,
y nos hablará de luz, su sombra tan clara.
Su viejo caballo moro ya se adentra
en comarcas rutilantes.
Yo le digo adiós
con mis manos viejas de niño
y él me enseña sus palmas
florecidas de jacintos.
Sangre de madreperlas,
tu corazón reluce sus ébanos
y manos bruñidas de braseros.
Adiós, capitán de oscuros guijarros,
te ha de extrañar el frío
y el luto de los tueros renegridos.
adiós, querido abuelo, y adiós
a tu tiempo de fuegos vencidos.
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