martes, enero 29, 2013






Esta noche,

después de haberme reencontrado

con el perfil verdoso

le las antiguas barandillas,

y de atravesar sobre una cuña de vaselina

el inquieto trampolín

de la ciudad,

he decidido escribirte…



Confieso

que hace vacío unos minutos

desenredaba el ahogo

que tu sonrisa inocente

murmuraba en la sequedad de mi boca,



es cierto,]



esto pensaba

que conocerte

pasaron poco más

de unos meses,

y aunque apoyes el costado

de tu cuello

sobre la fiebre de mis manos,

son muchas las noches

que no consigo recordar lejos del quebradizo abdomen

de los ladridos.



Sé que esto no pasa,

y sin embargo,

la roldana de tus labios

tambalea en todos mis sueños

sobre la horquilla grisácea

de una pasarela ciudad.



Y te alejas…



Apenas han pasado unos meses

desde que arranqué

el último cigarro de tu boca,

y el dolor de la noche

me impide recordar aquel conglomerado de verdes:

un parque,

por entonces,

ya exiliado

de mi abierta sonrisa infantil.





Quizás

nunca me comprendas,

pero hasta las palabras más hermosas

ultrajan los senos de mis párpados

cuando estas parten en la comisura

de la metrópolis.



Es entonces

cuando sólo puedo escribirte

con el mismo dolor y perplejidad

que atraviesa

un diálogo entre el mar y las redes.



Y me alejo

en el rebote de mis uñas,

cuando estas

no pueden más que estrangular con mayor firmeza

la transparencia

del cristal que nos separa.



Estás conmigo,

y ambos somos de esta tierra.



Quizás por ello

y porque no pueda

verte,

decida escribir estas líneas

sobre uno de los pocos tallos ansiedad

que he topado lejos de los tornos triangulares que aletargan

la camarilla electrizante

de mis hospitales.



Está en el tallo verde:

es la flor.



David Fernández Rivera, “Alambradas” (Éride Ediciones, 2011)

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