Esta noche,
después de haberme reencontrado
con el perfil verdoso
le las antiguas barandillas,
y de atravesar sobre una cuña de vaselina
el inquieto trampolín
de la ciudad,
he decidido escribirte…
Confieso
que hace vacío unos minutos
desenredaba el ahogo
que tu sonrisa inocente
murmuraba en la sequedad de mi boca,
es cierto,]
esto pensaba
que conocerte
pasaron poco más
de unos meses,
y aunque apoyes el costado
de tu cuello
sobre la fiebre de mis manos,
son muchas las noches
que no consigo recordar lejos del quebradizo abdomen
de los ladridos.
Sé que esto no pasa,
y sin embargo,
la roldana de tus labios
tambalea en todos mis sueños
sobre la horquilla grisácea
de una pasarela ciudad.
Y te alejas…
Apenas han pasado unos meses
desde que arranqué
el último cigarro de tu boca,
y el dolor de la noche
me impide recordar aquel conglomerado de verdes:
un parque,
por entonces,
ya exiliado
de mi abierta sonrisa infantil.
Quizás
nunca me comprendas,
pero hasta las palabras más hermosas
ultrajan los senos de mis párpados
cuando estas parten en la comisura
de la metrópolis.
Es entonces
cuando sólo puedo escribirte
con el mismo dolor y perplejidad
que atraviesa
un diálogo entre el mar y las redes.
Y me alejo
en el rebote de mis uñas,
cuando estas
no pueden más que estrangular con mayor firmeza
la transparencia
del cristal que nos separa.
Estás conmigo,
y ambos somos de esta tierra.
Quizás por ello
y porque no pueda
verte,
decida escribir estas líneas
sobre uno de los pocos tallos ansiedad
que he topado lejos de los tornos triangulares que aletargan
la camarilla electrizante
de mis hospitales.
Está en el tallo verde:
es la flor.
David Fernández Rivera, “Alambradas” (Éride Ediciones, 2011)
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