Por Papa Jaime
Cuando
pensamos positivamente y hablamos con amor, todo cambia. Desafortunadamente,
por el virus adquirido a lo largo de la vida, no somos ni siquiera capaces de
hablar de manera positiva y menos aun de expresar el sentimiento. A veces
esperamos momentos grandiosos y muy especiales para decirles a los seres
queridos cuánto los amamos, pero tales momentos casi nunca llegan. Por ello
quiero proponer algo en apariencia atemorizante, pesimista o quizás irreal,
pero fundamental en este proceso: imagina que en este momento suena el teléfono
y te dicen que esos seres que tanto amas murieron víctimas de un terrorista.
Además del dolor que eso te causaría, profundicemos un poco más en lo que
sentirías. Probablemente, los primeros sentimientos serían de dolor por
haberlos perdido para siempre, de impotencia por no haber podido evitarlo, y de
remordimiento por no haber pasado más tiempo con ellos, escucharlos más y
expresarles cuánto los amabas. Quizás sientas remordimiento también por no
haberles perdonado sus fallas y equivocaciones.
Si
entendemos que todo es simple y expresamos a tiempo a nuestros seres queridos
cuánto los amamos, realmente vamos a tener relaciones más armoniosas y llenas
de amor. Pero muchas veces, desafortunadamente, sólo cuando nuestros seres
queridos entran al quirófano o a cuidados intensivos, o peor aún, cuando ya han
muerto, es cuando somos capaces de decir una palabra amorosa.
Muchas
personas van todos los domingos al cementerio a visitar a sus seres queridos
para llevarles flores, regalos y serenatas, o para sostener con ellos
“diálogos” a veces interminables. Además, si por alguna razón no han podido
frecuentarlos cada semana, sienten remordimiento. Mi pregunta es: cuando esos
seres estaban vivos, ¿cuántas veces les dieron rosas? ¿Cuántas veces les
llevaron serenatas o les dedicaron tanto tiempo? Quizás nunca o casi nunca.
Vivimos en una época de inconsciencia o de falta de coherencia. ¿De qué sirve
toda la tecnología desarrollada para poner un satélite en la luna, o un hombre
en Marte, si ni siquiera somos capaces de comunicarnos con nuestros hijos,
padres u otros seres queridos? Cada día tenemos casas más cómodas, pero menos
hogares; más ciencia y menos paciencia y tolerancia con los demás.
Piensa por
un momento en cuáles son las palabras que más escuchaste cuando eras pequeño.
Si las analizas una a una, encontrarás que son las responsables directas de
todas tus frustraciones, dolores, angustias y temores. Esas cadenas limitantes
no te dejan actuar sino que te manipulan con el temor y con innumerables
pensamientos de prevención y dudas; nunca te han permitido gozar de paz
interior y han sido la causa de que resultados que pudiendo haber sido
maravillosos han sido mediocres.
De niños,
con toda inocencia y sin perder nunca el asombro, frecuentemente oímos palabras
dirigidas a nosotros o a nuestros amigos de infancia, en este tono: “Usted no
parece hijo mío, no sirve para nada, parece un idiota, me tiene loco, me
desespera, es bruto, ¿por qué no piensa?”. Es muy importante identificarlas,
agruparlas, saber de dónde vienen y hacia dónde te están llevando, porque al
aceptarlas, identificarlas y abrazarlas sin resistencia podrás transformarlas
en palabras llenas de sabiduría que dignifiquen tu vida. ¿Cómo puedes cambiar
algo sin saber siquiera qué es? Tienes que llegar a la raíz del dolor, una
semilla sembrada en tu mente que ha germinado llenando tu vida de dudas.
Si prestamos
atención a una serie continua y permanente de palabras y eventos, provenientes
de diferentes fuentes como la televisión, la radio, la prensa y el Internet,
entre otras, nos damos cuenta de que estamos recibiendo información netamente
negativa, morbosa y destructiva. Pero podemos diseñar unos mecanismos para
filtrar toda esa información que perturba la paz interior, nubla el
conocimiento, distorsiona la realidad y nos somete a vivir condicionados.
Hace algunos
días, mientras almorzaba en un restaurante, se oía a lo lejos el ruido molesto
de un televisor que no armonizaba con la tranquilidad del lugar. De repente
interrumpieron la transmisión del programa y oí una voz que decía: “¡Exclusivo!
¡Última hora! Tenemos noticias de la masacre en la que seis personas fueron
acribilladas, e imágenes exclusivas de nuestro periodista transmitiendo desde el
lugar de los hechos”. En ese momento, como si fuéramos ratones de laboratorio,
todos interrumpimos nuestra agradable comida para presenciar tan grotesca
noticia. Lo que más me impresionó fue que nadie estaba viendo televisión ni le
prestaba atención al programa que transmitían un momento antes, pero con solo
oír “¡exclusiva, última hora!” la gente se levantó de sus asientos, subió el
volumen al televisor y todo empezó a girar alrededor de aquella terrible
noticia, mientras nos mostraban imágenes de una de las niñas asesinadas, con su
vestido ensangrentado. Entendí que el dolor, el sufrimiento y la desgracia de
los otros mueven a la gente y, como podemos corroborar, logran la mayor
sintonía. Por eso debemos despertar, tomar conciencia, balancear y filtrar la información
con la cual nos bombardean.
No confiemos
ingenuamente en toda la información —o desinformación— suministrada a través de
la palabra. Cuando ésta es expresada a partir del ego, la manipulación o la
fuerza, jamás podrá tener eco en nuestras vidas, si tenemos conciencia de lo
que estamos oyendo. Esto me hace recordar un proverbio que vi a la entrada de
un monasterio, en las montañas del Tíbet:
Puedes
obligar a alguien a comer, pero no puedes obligarlo a sentir hambre; puedes
obligar a que te elogien, pero no a sentir admiración; puedes obligar a que te
cuenten un secreto, pero no a inspirar confianza; puedes obligar a alguien a
acostarse, pero no a dormir; puedes obligar a que te sirvan, pero no a que te
amen; puedes obligar a que te hablen, pero no a que te escuchen.
Debes saber
hablar para que te escuchen. ¿Alguna vez te has preguntado por qué Dios te dio
dos orejas, dos ojos y una sola boca? La respuesta es muy sencilla: para que no
hables tanto.
Debes saber
escuchar para que te hablen. Cuando alguien llegue a ti con críticas, escucha
sólo aquéllas que sean constructivas y aporten algo bueno, pero no hagas caso a
chismes, habladurías o palabras que de una forma u otra perturben tu paz
interior o la de los otros.
Que tus
palabras sean más elocuentes y convincentes que el silencio. Nunca utilices la
palabra para comparar o despreciar a los otros. Si no tienes nada constructivo
que decir, guarda silencio. Busca lo bueno en las personas y exprésalo con
aquellas palabras reconfortantes y de admiración que nunca has dicho porque
supones que el otro “ya lo sabe”.
Escucha sólo
la voz de tu conciencia. No permitas que te presionen a actuar o a hacer cosas
que la voz de tu conciencia te aconseja no hacer; o que te impidan hacer
aquello que, bien sabes, debes hacer. Aprende a decir no.
Déjate guiar
por las intuiciones, los presentimientos y las percepciones. Son la manera como
tu corazón se conecta con tu mente. Por eso, en silencio, escucha con atención.
Habla con precaución y actúa con una firme decisión, de acuerdo con lo que tú
sientes, y no con lo que sienten los otros.
No importa
lo que te hayan dicho a lo largo de tu vida. Lo importante es que hoy tengas
conciencia de que todas esas palabras con las que te condicionaron durante toda
tu vida, debes transformarlas en palabras liberadoras, constructivas y
motivadoras para ti y para los otros. Nutre tu mente en cada despertar con
palabras que reconforten tu espíritu y reafirmen tus propósitos y tu misión en
la vida.
Toma
conciencia de toda la información a que estás expuesto. Genera un filtro para
que no entren a tu mente los contenidos negativos, destructivos y corrosivos
que recibes a diario por los diferentes medios de comunicación.
Toma
conciencia de todo lo que te dices a ti mismo y de lo que dices a los otros.
Identifica de qué manera hablas a tus hijos, a tu pareja, a tus padres, a tus
amigos, a tus compañeros de trabajo y a todos los que comparten contigo
diariamente.
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