Por PAPA JAIME para MACONDO
Cuando estamos infestados y
contaminados por el virus de la crítica y los juicios a priori, uno de los mayores problemas es que ni siquiera nos damos
cuenta de ese estado mental tan desagradable que nos roba la calma. A través de
la vida nos encontramos con personas en cuya conversación todo es crítica,
comentarios destructivos, inconformidad y desaliento; personas que crean en
nosotros un sabor amargo y negativo, y no nos dejan ninguna enseñanza. Si
inconscientemente les seguimos el juego y nos volvemos partícipes de esa
conversación, terminaremos al final del día cargando toda esa energía negativa,
ese temor en nuestros corazones, y contaminaremos a todas las personas con
quienes nos encontremos. Así se van formando grupos de inconsciencia colectiva,
que se multiplican y destruyen a su paso a muchos seres inocentes que caen en
sus juicios. Por eso hoy quiero plasmar
en este artículo, una experiencia real y conmovedora que me hizo reflexionar
profundamente sobre estas actitudes inconscientes, que nos llevan a juzgar
implacablemente a los demás, sin tener la menor idea de lo que realmente está
sucediendo en el interior de cada ser humano.
Una noche de pertinaz llovizna
bogotana, cerca de las once de la noche, iba en mi auto cuando en un semáforo
se me acercó al carro un niño de escasos trece años y me dijo: “¿Señor, me
podría comprar unos dulces? Tengo diez hermanitos y si no les llevo dinero se
van a morir de hambre”. En aquel instante lo juzgué en forma implacable
pensando que era un engaño, y además miré alrededor para encontrar a la madre o
al padre explotador. Creí que se encontraban escondidos, quizás tomándose una
cerveza cómodamente en algún bar cercano. Sin embargo, cuando miré al niño
directo a sus ojos, pude ver su desesperación y su miedo; además, en el tono de
su voz se sentían el dolor y el frío que padecía no sólo en su cuerpo sino en
su alma. Entonces le dije que se subiera a la camioneta y de la parte de atrás
tomara un saco para que se abrigara.
El niño se subió rápidamente y
tomó un saco de lana gruesa que le llegaba hasta las rodillas; las mangas le
cubrían las manos y todavía sobraba un pedazo. Le dije que ése le quedaba
grande, que se pusiera uno más pequeño; pero ya había cogido el de cachemir
inglés grueso, así que se lo remangó y se lo subió hasta la barriga. Luego me
miró a los ojos fijamente y me dijo que le quedaba bueno. Yo no pude más que
sonreír y le dije que sacara también otro más pequeño. De inmediato se puso dos
sacos de menor tamaño, y sobre ellos, el gigantón de cachemir.
En aquel momento me dirigía hacia
un restaurante de comidas rápidas abierto 24 horas, a comer un pincho de res y
una mazorca con queso derretido. Le pregunté al niño, que se llamaba Mauricio,
si quería comer algo. Sus ojos se encendieron de felicidad y me dijo: “¡Claro
que sí!”. Se comió la mazorca de un tirón, el pincho desapareció como en una
pasada de cepillo de dientes, y el refresco se lo tomó de un solo golpe. Al
terminar se quedó mirándome e inclinó ligeramente su cabeza a un lado, como
diciendo: “¿Será que puedo repetir?”. Le pregunté si había quedado con hambre.
Obviamente me dijo que sí, y repitió de todo. Luego empezó a temblar y a decir
que tenía mucho frío. En ese instante lo juzgué de nuevo: ¿cómo era posible que
tuviera frío si acababa de darse tremenda comilona, tenía tres sacos puestos y
estaba dentro de la camioneta? La verdad era que el niño tenía fiebre, pues
estaba resfriado.
Me contó que vivía en el barrio
Lucero Alto, en Ciudad Bolívar (una de las zonas más pobres de Bogotá). Le
pregunté cuánto se demoraba en llegar allí y me respondió: “Depende. A veces
cinco, seis u ocho horas porque me voy a pie para ahorrar lo del transporte”.
En aquellas correrías nocturnas ya lo habían perseguido, atracado y violado. Me
ofrecí a llevarlo hasta su casa en Lucero Alto, pero cuando llegamos a los
alrededores del barrio le pregunté hacia dónde debíamos seguir y me dijo que él
no vivía ahí. En aquel instante lo volví a juzgar, y le pregunté disgustado por
qué me había engañado. Me contestó: “Lo que pasa es que yo vivo en la cima de
la otra montaña”. Tuve que ponerle la doble transmisión a la camioneta para
subir hasta allá.
Al llegar me señaló un tugurio de
latas justo al borde del barranco. Quitamos la puerta, pues era removible, y al
entrar me di cuenta de que no tenían agua pero sí luz y televisión, obviamente
pirateadas. Con gran sorpresa vi a una señora cómodamente acostada sobre unos
colchones, rodeada por un montón de niños y niñas en una atmósfera recalcitrante
a orina. Saludé a la señora y le pregunté cómo estaba. Ella, con una gran
sonrisa, me respondió que se encontraba muy bien gracias a Dios, a la Vírgen y a unos ángeles
cuyos nombres no recuerdo. Cuando miré la escena, pensé juzgándola: “¡Qué tal la
descarada! Cómo no va a estar bien ahí acostada viendo televisión mientras su
pequeña criatura trabaja toda la noche”.
La señora me preguntó si yo era
papá Jaime, y comentó que siempre me veía en el programa de televisión Muy buenos días. De nuevo la juzgué
diciéndome: “¡Es increíble! ¡Vieja descarada, manipuladora, abusadora e
irresponsable! Se la pasa viendo televisión mientras su hijito trabaja”. Me
pidió que me acercara a explicarle el ejercicio del perdón, pues en el programa
me había escuchado decir que perdonar no es olvidar, sino recordar sin dolor.
Le pregunté a quién quería perdonar y ella me contestó: “¿Ve a esa niña de
trenzas que está allí? Pues bien, su padrastro intentó abusar de ella y cuando
me interpuse en su camino, me levantó del piso, me tiró contra la pared y caí
de espaldas en la esquina de una mesa. Desde ese día quedé paralítica”.
En aquel instante entendí las dos
lecciones que Dios y la vida me daban. Primera: todas las veces que juzgué
estuve equivocado, y segunda: ¿cómo era
posible que una persona en esas condiciones me pudiera responder sonriendo que
estaba muy bien gracias a Dios, a la virgen y a aquellos ángeles, mientras
nosotros nos quejamos por los altos impuestos, el mal clima, por no tener
televisor de pantalla plana y ropa de marca? Generalmente nos preocupamos por
lo que falta en vez de disfrutar lo que tenemos. Antes
de juzgar recordemos siempre estas grandes lecciones y este testimonio, porque
cuando apuntamos con el índice para juzgar a los demás, tres dedos apuntan
hacia nosotros a manera de triple recriminación como diciendo: “¿Y tú qué has
hecho?”.
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