@ LEONIDAS LAMBORGHINI |
Y vienes ahora tú, ¡oh, padre!,
viene tu sombra,
haciéndome señas de contento,
dichoso, alegre,
como siempre que acababas de causar
la quiebra de una fábrica,
de una empresa más.
Vienes a mi encuentro, espléndido,
con tu soberbia pinta de varón
que otra vez ha superado el trance;
vienes trajeado de empresario
con tu más fino casimir.
Vienes así, como lo hacías,
después de cada debacle:
arruinado
pero no ruinoso.
¿Por qué, no era desde la estética
que tú considerabas y absorbías
el fracaso,
cuando, eufórico, lo reivindicabas
y, celebrante, le cantabas un hermoso
himno?
Y ¿cuando, enseguida, inventabas,
una nueva forma
de intentar lo que tú llamabas
una nueva aventura?
Arruinado, pero no ruinoso:
lo mismo de regios
casimires trajeado
que con el pantalón y la camisa proletarios
con que te arropabas, ya al final
de tus años,
para esperarme en la puerta
de tu marítimo retiro.
Y volvía yo como un sonámbulo
de pasear por la orilla del Océano
cuando, de pronto, allá
divisaba
tu figura magnífica.
Tu magnífica estampa, coronada
por la frente alta, espaciosa,
y el divinal mechón de pelo blanco
en medio de ella, entrelazándose
con los salobres dedos del rudo viento.
Dichoso, alegre como ahora
me hacías señas como para despertarme;
y era entonces, que la caliente,
aromática sopa,
¡ya está!, ¡ya está!
avisábasme.
Y hacia esa delicia
yo apretaba mis pasos
con todos mis sentidos en alerta,
anticipadamente paladeándola.
¡Oh, padre perdedor!
Dichoso, alegre, de haberlo sido,
como si el secreto de esa fuerza absoluta
que buscabas, fuera
perderlo todo de una vez,
perder hasta lo último
que aún nos quede.
¡Oh, padre!
¿Y no he echado
yo mismo a pique,
una y otra vez,
el poema?
(De "Odiseo confinado", Van Riel, Buenos Aires, 1992) —
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