(poema del libro “Un caballo con una oreja azul”
de Hugo Toscadaray)
Siempre quise amar a una mujer azul.
Pero las mujeres azules,
se desvanecen inexorablemente al amanecer,
entre el coro extraviado de los gallos
y la blandura del cielo que se abre.
Siempre quise amar a una mujer verde.
Pero las mujeres verdes
se distraen en las ramas más altas de los árboles más altos;
en sus hojas, grandes o pequeñas;
en los botones nacientes de los frutos o en sus flores.
Y de tan distraídas, se duermen, finalmente, sobre el lomo de una oruga.
Siempre quise amar a una mujer roja.
Pero las mujeres rojas
son incontenibles y se pierden.
Se pierden en las multitudes que gritan, en las asambleas de las fábricas,
en las revueltas populares. Las mujeres rojas se pierden en las multitudes
y hasta suelen creer que ellas solas, son la misma multitud.
Algunas veces, se convierten en bandera.
Siempre quise amar a una mujer blanca.
Pero es tarea imposible.
Porque las mujeres blancas son asépticas y castas,
incómodas y mudas.
Siempre quise amar a una mujer negra. Y lo hice.
Pero las mujeres negras
reparten una dicha extraordinaria que no dura nada.
Y nos dejan, para siempre, un inabarcable desconsuelo y mas,
que nos aja el rostro, nos palidece la barba
y muy especialmente, nos arrincona la frente contra el pecho.
Sin embargo, yo amo a todas las mujeres.
Aún a esas que no me son propicias, porque las alcanzo igual,
en la ruta sinuosa del poema.
de Hugo Toscadaray)
Siempre quise amar a una mujer azul.
Pero las mujeres azules,
se desvanecen inexorablemente al amanecer,
entre el coro extraviado de los gallos
y la blandura del cielo que se abre.
Siempre quise amar a una mujer verde.
Pero las mujeres verdes
se distraen en las ramas más altas de los árboles más altos;
en sus hojas, grandes o pequeñas;
en los botones nacientes de los frutos o en sus flores.
Y de tan distraídas, se duermen, finalmente, sobre el lomo de una oruga.
Siempre quise amar a una mujer roja.
Pero las mujeres rojas
son incontenibles y se pierden.
Se pierden en las multitudes que gritan, en las asambleas de las fábricas,
en las revueltas populares. Las mujeres rojas se pierden en las multitudes
y hasta suelen creer que ellas solas, son la misma multitud.
Algunas veces, se convierten en bandera.
Siempre quise amar a una mujer blanca.
Pero es tarea imposible.
Porque las mujeres blancas son asépticas y castas,
incómodas y mudas.
Siempre quise amar a una mujer negra. Y lo hice.
Pero las mujeres negras
reparten una dicha extraordinaria que no dura nada.
Y nos dejan, para siempre, un inabarcable desconsuelo y mas,
que nos aja el rostro, nos palidece la barba
y muy especialmente, nos arrincona la frente contra el pecho.
Sin embargo, yo amo a todas las mujeres.
Aún a esas que no me son propicias, porque las alcanzo igual,
en la ruta sinuosa del poema.
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