jueves, septiembre 06, 2012

BARTOLO


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El ruido de la cadena lo raptó del letargo. Bartolo levantó la cabeza y dejó ver el pañuelo con los colores confederados que rodeaba su cuello. Echado en el sillón, irguió como pudo su cuerpo y midió concienzudamente el salto de tan solo treinta centímetros. Lejos habían quedado los ágiles movimientos que en el vaivén por el parquet había dejado, arañado, un camino de garras.
Era el mismo Bartolo, pero que el tiempo había hecho más lento, más dolorido y triste.

Caminó con dificultad hacia la salida guiado por el destello metálico que apenas podía ver y, un poco más, oír. Se dejó enlazar por debajo de sus enormes orejas, listo para su paseo diario.
El ascensor y luego la calle. Le ladró sin fuerzas, casi un suspiro, a su imagen reflejada en una vidriera. Siguió orientado por la cercanía de los pasos de su dueña. Todo era borroso, no había perfumes ni sonidos claros; solo existían las presencias cálidas de quienes lo criaron. Temió al cruzar la avenida, demasiada confusión.

Se dejó arrastrar mientras sus uñas rasguñaban el cemento, erizando las pieles de quienes estaban cerca. Caminaron cuatro cuadras hasta detener la marcha frente a un local de amplios ventanales. El lugar le era familiar. Allí lo bañaban cada tanto. Recordaba el sabor de la espuma y la sensación de placer que le producía el agua tibia al recorrer su cuerpo. Pero hubo algo distinto que lo alertó, no fue el veterinario ni la presencia de los demás animales. Se clavó en el lugar y no quiso moverse. Le gruñó al hombre, quien tomó distancia inmediatamente. Su dueña se agachó y lo acarició con ternura; acercó su rostro y le susurró sonidos ininteligibles pero a la vez hermosos.

Ahora Bartolo sabía que eran las lágrimas de ella lo que no encajaba en ese lugar. Se las lamió como perdonando y se dejó llevar.
Fede Chedrese

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