viernes, enero 20, 2012

INTIMACIÓN




 Por Manuel Díaz (*)


"Y mi cerebro puede pensar lo que quiera"

Thomas Bernhard, Watten

Texto preámbulo a la carta documento que intimará al lector a decirle a su mascota que no ingrese en los patios vecinos

£También ése fue el día. Ella estaba acostada sobre el capó de un auto en la calle Esopo. Sólo que era invierno, llovía y tenía un impermeable azul con un cinturón que le daba tres vueltas a su cintura deformada por el corsé. Con un chasquido de sus dedos de uñas pintadas y mordisqueadas generó una pequeña llama que no se apagaba con el agua.

Me tomó del brazo y me paseó por todo Partenón. Me vi acorralado por los demonios del carisma. Dejándome llevar por esta extraña que hablaba mucho sin saber de nada, ciertamente. Cuando dijo que Descartes y Decart eran dos personas diferentes, que uno había escrito El Discurso del Método y el otro había acuñado la máxima "Pienso, luego existo" y nada más, quise pegar media vuelta e irme, pero lo que yo quisiera era inútil, las mujeres llevan las riendas del mundo, aunque las feministas lo nieguen. Me asía a su brazo.

Su departamento era diminuto. Un séptimo piso con vista a las terrazas interiores de la manzana, uno de los quince departamentos que había por piso en ese edificio de ocho plantas en la calle Hesíodo al 800. Quizá los murciélagos podrían haberse ubicado sobre las vigas del techo, pero decidieron salir en fila india por la ventana. Preparó una infusión de plumas de codorniz con un toque suave de alitas de mosquito. Endulzar a gusto, dijo. Trozamos un poco de goma eva y nos pusimos a comer en silencio. Sobre la mesa había libros: El papel, René Escourrou, 1941; Historia de la Okrana, Maurice Laporte, 1935; El tabú del incesto, Lord Raglan; El Ducto, Guillermo Pablo Bacchini.

Se abrazaron. El abrazo fue percibido de forma elemental por cada uno de ellos, sin ser realmente lo que pretendía, o lo que ellos quizá llegaron a pensar, tal vez, que debería pretender ser. La guerrilla de ratas voladoras entró en tropel por la ventana rompiendo el vidrio, enmarañándose en el pelo de ella, pegándose a la cara de él, cagando y llenando de mierda el suelo de la vivienda. Chillaban y expelían mierda, mierda, mierda, sin parar. Luego se calmaron, colgándose de la lámpara del techo y se pusieron a dormitar.

¿Y qué le queda a uno después de haber dormido cinco horas en toda una semana sin querer ser el mismo luego de la ventura en la arremolinada esquina ficticia? Ser el mismo, nada más. Me alegra el libro que me regalaste, pero no tengo luz para leerlo. He sido succionado, abusado, inventado una y otra vez. Me han robado la materia gris. Y así, sin más, me regalás un libro. Ah, los sinsabores de quienes amamos la correspondencia. Camino toda Rivadavia y sigo sin cansarme. Cuando recibí tu carta me puse a lamerla con toda la pasión que puede llegar a habitar mi cuerpo deforme. En ella te reías, y yo también, vano entendimiento epistolar. El chiste bien redactado, la tinta negra, las estampillas, todo, todo perfecto. Aun así no alcanza. Bien, vamos de nuevo. Dar en la tecla, en la rodilla, en el diente, en la bombilla con la fuerza cancerígena de la paja en el ojo ajeno. ¡Piquete de ojos! ¡Toma de judo! ¡Pedo labial! Voy a responder, dado que no puedo hacer otra cosa. Tomar hoja y bolígrafo, responder. Escribir, responder. Firmar, responder. Introducir en el sobre, responder. Cruzar a la oficina de correos, responder. Pagar el importe, responder. Esperar que llegue la respuesta, responder.

Tuyo,

El personaje del libro que se está escribiendo

PD: He sido abu-sa-do...r. Cariños y saludos a la familia.

Y así comienza una vez más la historia. Siempre me pareció fantástico el sistema de los tornillos. Todavía recuerdo cuando dormí parado sobre un terremoto. Los terremotos abundan aquí. Quisiéramos que los acuchille un rayo fulminante traído de los pelos por largos dedos de la divinidad y los haga trizas. Pero no lo conseguimos, por más largas que sean nuestras plegarias. En el diario de la fecha se ha publicado una fotografía que exhibe el desastre producido por el último sismo. Una casa, la mía, es lo que se ve en la tapa. Y por la ventana se ve una cama que ha quedado parada en medio de la hecatombe. En la cama, a través de la ventana, me veo a mí mismo durmiendo parado sobre el terremoto. Allí me contemplo, ahora con las manos en las rodillas, oteando el horizonte desde las ruinas de la que otrora fuera mi morada. Tantas horas de rezos y aquí estamos, entre los escombros nuevamente. Los hechos misceláneos se retoman en este punto. Voy a continuar.

Hay una escalera. Supongamos haya una escalera. Mejor, supongamos haya nada. Todavía. Quizá más tarde haya escalera. Mientras tanto supongamos que haya puerta. De madera. Maciza. Y llave, por supuesto. La llave se introduce en la cerradura. Pero para eso es necesaria una mano. Y para toda mano un cuerpo. La mano introduce llave de bronce en cerradura. Hace girar dos veces y media más. Se escucha el chasquido y la puerta cede. El cuerpo entra, entonces se topa con la escalera. Sube la escalera. Llave, puerta, dos vueltas, picaporte, cede. He ahí la secuencia. La segunda puerta conduce a la planta alta. El hall oscuro se ciñe contra su mirada. Cruza la habitación, sus movimientos se responden con los chillidos de los murciélagos.

Camina y los bichos chocan contra su cuerpo. Se acerca a la ventana tapándose los oídos. Las capas de ceniza amortiguan sus pasos, los hacen menos agresivos, confirmando cierta teoría acerca de la supresión de vitalidad que genera una oscuridad constante dentro y fuera del ser. Abre la ventana, sus mascotas salen para volver al cabo de un rato entrando velozmente por la ventana, batiendo sus alas huesudas. Se descuelga por la ventana, haciendo pie en la cornisa. Desde allí salta al árbol de la vereda y se desliza despacio hasta que sus pies tocan el suelo. Sube a un colectivo que va hacia el sur y los murciélagos se toman del pasamano cabeza abajo.

El piso de mosaicos verdes y naranjas. Dispuesto en damero. El bulto de tu cuerpo rompe con la armonía. Mirás para arriba, viendo las estrechas paredes del recinto. Hasta la mitad azulejos y arriba pintura blanca, igual que el cielo raso. Los azulejos son viejos y en la parte superior están delimitados por una guarda negra. Hay una ventana, pero la correa de la persiana está cortada. La persiana quedó baja del todo, alguien le hizo un nudo y no corre, ni siquiera para volver a caer pesadamente. Tu cigarrillo llega al filtro, das la última pitada, lo tirás en el inodoro. Escuchás el chasquido de la brasa chocando con el agua. Te ponés de pie, tirás la cadena por inercia: hace años que no funciona. Salís del baño, detrás del púlpito en la capilla de una residencia de monjas abandonada.

or favor suicídense, no vuelen tanto alrededor mío, chillando tan fuerte todos ustedes. Carguen sus pertenencias y salgan de aquí, vuelvan a sus nidos en lo alto de los campanarios, hagan vida de claustro del medioevo. La pequeñísima cosmovisión que les permite su mente es suficiente para que lo comprendan. El entendimiento no es moco de pavo.

¡He recibido tu respuesta! Sabés, la luz no volvió a aparecer por estos lares, pareciera estar mofándose de mí. Ayer, por fin, me cansé de leer la Biblia, luego de hacerlo por tres días sin parar. Tu carta fue un cable a tierra, todo lo que necesitaba para dejar de lado al Creador y concentrarme en lo que realmente importa: el chiste bien redactado. Nuevamente me soltaste la carcajada, fue volver a enunciar. Y aquí me tenés, las deidades me han echado grilletes que inmovilizan mi pensamiento, me oscurecen la vista y a oscuras todo se vuelve tremendo. Los restos de mi cuerpo se abrasan con la brasa de una linterna esperando que vuelva la luz, pero no quiere aparecer, se esconde en casas vecinas, se acurruca en otras bombitas. Espero tu pronta contestación.

Tuyo,

El personaje del libro que se está escribiendo

Esto de intercambiar saliva me aburre mucho. Pero, por el otro lado, no tenemos de qué hablar, todo en su vida es perfume, en el sentido literal, ¿no?, los Christian Fiord, los Paloma Parnasso, los Carolina Churrera. A la segunda noche me confesó, como en un trance, que su máxima ambición era ser promotora de perfume en la esquina de Heródoto y Esquilo, pero sólo había llegado a trabajar como cajera en una sucursal de la cadena de supermercados Dafnis y Cloé, ubicado en la calle Canto III de la Odisea al 6800. Estábamos echados en la cama, con mis amigos (va siendo hora que los nombre) Cicerón, Ovidio, Plutarco, Virgilio, Horacio y, el más entrañable de todos, Tito Livio, quienes revoloteaban alrededor del ventilador de techo, siendo levemente desplazados hacia un costado a cada vuelta del artefacto.

Entonces continúo: fue necesario llamar por teléfono (lo cual resultó una expedición sin igual, con el earthquake, como me enseñaron a llamarlo en el jardín de infantes, habíamos quedado totalmente incomunicados) al arquitecto, quien tendría que venir a diseñar la reconstrucción de mi casa. Fue, sin dudas, un acto estúpido porque el arquitecto también estaba incomunicado, qué imbécil fui, vivía en la misma ciudad. Al fin todo fue más fácil cuando me decidí por las señales de humo. Se acercó de inmediato sorteando edificios derrumbados a decirme que estábamos condenados por el tribunal de la Cofradía Observadora de Negligencias en las Construcciones de Hormigón de (ciudad) Arritmia. De modo que no se podía reconstruir mi casa, antes había que pagar multas por mala praxis arquitectónica. Me volví a sentar sobre mis escombros y ya no quise continuar más.

Caíste a la residencia apenas empezaba el verano, escapando de alguien, sin saber muy bien de quién ni por qué. Te asombró la velocidad con la que se habían deteriorado las paredes del edificio, especialmente las del patio central, con marcas de granizo, humedad y podredumbre. Todavía colgaba, solo en una pared del hall, un retrato de Jesús. Ustedes, los iconoclastas, al fin y al cabo, arreglan y purifican todo ambiente infestado de esa clase de blasfemias, bien hecho. Coherente, lo descolgaste y lo arrojaste de un lado para el otro hasta convertirlo en retazos de tela irrisorios y astillas. No contento con eso, encendiste un pequeño fuego en un rincón valiéndote de tu encendedor. Luego dormiste treinta y seis horas seguidas.

Perdón que te moleste con dos cartas seguidas, pero quería contarte que... ¡volvió la luz! Finalmente era un problema en los tapones de mi hogar, habían saltado, o algo así, pero era una cosa muy simple. Pero, como vos bien sabés, me encanta complicar mi vida para tornarla más interesante, prolongué conscientemente la agonía de la oscuridad. La visita del electricista fue amena: le preparé un té con bizcochitos de grasa, lo senté a la mesa del comedor y le pedí que me contara su vida. Luego me entristecí, porque el electricista tenía una vida realmente penosa. Entonces le pedí que se pusiera a trabajar, ya no tenía ganas de seguir escuchando sus anécdotas de hambre bajo el puente con una familia a cuestas. Cuestión que ahora tengo luz, y me siento mucho mejor, así que me gustaría que me contestes con uno de tus chistes bien redactados.

Tuyo,

El personaje del libro que se está escribiendo

¡Nadie responde! ¡Eramos tan alegres hace tan poco tiempo! ¡Eramos tantos que les costaba contarnos cuando íbamos de viaje! Nos sacaban cada tanto del encierro de la escuela para ir a pasar un día a alguna ciudad cercana, o al mero campo abierto. Y siempre nos olvidábamos a alguno en el camino. Cuando iba a la estación de servicio, al baño, etc. lo perdíamos y seguíamos marchando. O, en el peor de los casos, lo dejábamos --por error, claro﷓ allí adonde habíamos ido de visita. Afortunadamente, siempre ocurrían estos malentendidos con los compañeritos que no queríamos, gran alivio para nosotros. Y para las maestras también, ahora que hago memoria sentado en el diván del living de mi nueva casa, aunque trataban de fingir que estaban afectadas y consternadas y acongojadas y arrepentidas y desesperadas y sin-saber-cómo-pedir-disculpas-ante-los-padres-de-esa-pobre-criatura. BULLSHIT! Puras mentiras, como las que oí a lo largo de mi vida, todo fue mentira. La vida no está aquí, yo no soy vida, yo no soy vida de mí mismo y no permitiré que me llamen "mi vida". La vida se fugó hace tiempo con alguna puta barata de las que andan por ahí, sin sentido de la estética que lee Corín Tellado en una plaza subalterna del microcentro, una de esas putas que trata de elevar su nivel cultural mientras espera al nuevo cliente --que puede ser el librero que atiende enfrente--. ¿Por qué no hacer un canje? Tres de Corín Tellado por un servicio completo. Basta, debo controlar mi odio para luego aturdirlos, hasta que agonicen en sus camas, manga de basuras, hijos de tres millones de vagabundos con sus chalinas empapadas de sudor y grasa, hirvientes en verano, helados en invierno, que sólo se bañan con los primeros calorcitos de principios de septiembre, vagos y mendigos que nunca comprenderán que la vida no está acá.

(*) Manuel Díaz nació en 1993 en Rosario, donde participó el año pasado en los ciclos de lectura La Palabra Pneumática y Ciclo Timia. "Intimación" es su primer relato publicado.

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